China vive hoy una paradoja energética que refleja los dilemas globales frente al cambio climático. Mientras el país bate récords en la instalación de energías renovables, también acelera la construcción y operación de plantas de carbón, el combustible fósil más contaminante. El contraste es tan marcado que, aunque la participación del carbón en la matriz eléctrica cayó de tres cuartas partes en 2016 a cerca de la mitad en la actualidad, Pekín puso en marcha 21 gigavatios adicionales de energía a carbón solo en el primer semestre del año, la mayor expansión semestral en la última década.
Además de las plantas ya en operación, China reanudó o inició la construcción de proyectos a carbón equivalentes a toda la capacidad instalada en Corea del Sur, y autorizó otros tantos que consolidarán por años el peso de este recurso. Todo ello ocurre pese a que, al mismo tiempo, el país instaló 212 GW solares en seis meses, una cifra que supera por sí sola a la mitad de toda la capacidad solar acumulada de Estados Unidos.
La explicación de esta aparente contradicción está en la escala y complejidad del sistema energético chino. El país necesita garantizar seguridad energética en una economía que sigue creciendo y cuya demanda eléctrica se dispara con la urbanización, la industrialización y la electrificación del transporte. El carbón, abundante y barato, sigue siendo un recurso inmediato para evitar apagones y sostener la estabilidad de la red, en particular cuando la integración de renovables aún enfrenta problemas técnicos de almacenamiento y transmisión.
El riesgo de mantener este ritmo de expansión carbonífera amenaza la meta de China de alcanzar su pico de emisiones en 2030. Los proyectos aprobados en 2022 y 2023, fruto de una política que privilegió la “seguridad energética” por encima de la descarbonización, podrían condenar al país a décadas adicionales de emisiones elevadas.
China es simultáneamente el mayor emisor de gases de efecto invernadero y el mayor inversor en energía limpia del planeta. Ese doble papel le confiere una responsabilidad descomunal. Si decide acelerar la sustitución del carbón, el impacto global sería inmediato y profundo. Si, por el contrario, prioriza la inercia del carbón, arrastrará al mundo entero en su dependencia.
El próximo Plan Quinquenal (2026–2030) será decisivo. Allí se sabrá si Pekín está dispuesto a liderar verdaderamente la transición energética o si seguirá atrapado entre el carbón y el sol. El futuro climático global depende, en buena medida, de esa elección.