La inteligencia artificial ha sido presentada como la gran palanca del progreso tecnológico del siglo XXI, capaz de transformar economías enteras y redefinir la vida cotidiana. Sin embargo, un nuevo informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) introduce una advertencia muy incómoda. Si el mundo no actúa con rapidez y coordinación, la IA podría convertirse en el motor de una desigualdad global sin precedentes.
Según el documento “La próxima gran divergencia: por qué la IA puede aumentar la desigualdad entre países”, publicado este martes, la brecha entre naciones desarrolladas y en desarrollo podría ampliarse dramáticamente en los próximos años. Tras cinco décadas de relativa convergencia, en las que el comercio, la expansión tecnológica y la cooperación internacional ayudaron a reducir distancias en ingresos, salud y educación, la humanidad se enfrenta a la posibilidad de un retroceso histórico.
Philip Schellekens, economista jefe de la Oficina Regional de Asia y el Pacífico del PNUD, subrayó en Ginebra que la IA anuncia “una nueva era de aumento de la desigualdad entre países”. En su visión, las capacidades necesarias para captar los beneficios de la IA -infraestructura digital robusta, talento especializado, inversión sostenida en innovación-, están distribuidas de manera profundamente desigual. Mientras los países ricos aceleran su transición hacia economías altamente automatizadas, muchos países de bajos ingresos aún luchan por garantizar conectividad básica o acceso a educación tecnológica.
El informe alerta sobre “grandes divergencias” en tres frentes: resultados económicos, competencias de las personas y sistemas de gobierno. Los países mejor posicionados podrían multiplicar su productividad y su crecimiento, mientras que aquellos sin capacidad para adaptar sus mercados laborales o regular la IA enfrentarán un estancamiento aún más profundo. La llamada cuarta revolución industrial no es neutral y favorece a quienes ya están en ventaja, señalan en la ONU.
Pero incluso los países más avanzados pagarían un precio por la ampliación de esta brecha. Como señaló Schellekens, las desigualdades crecientes generan externalidades negativas. Presiones migratorias, inestabilidad política, amenazas a la seguridad y una erosión del tejido multilateral que sostiene el orden global, y sostiene que la prosperidad de unos pocos no puede sostenerse eternamente sobre la exclusión de muchos.
La ONU plantea, con razón, que este es el momento de actuar. Regular la IA no basta; se requiere un plan global para democratizar el acceso a sus beneficios. Eso implica inversión en educación tecnológica, transferencia de capacidades, financiamiento internacional y marcos regulatorios que protejan a los más vulnerables.
La pregunta ya no es si la IA transformará al mundo, sino quiénes tendrán derecho a ese futuro. El desafío para la comunidad internacional es evitar que la tecnología que promete progreso termine consagrando una nueva era de desigualdad estructural.