La imposición de un arancel del 35 por ciento a las exportaciones canadienses por parte del presidente estadounidense Donald Trump, reincide en el uso del comercio como arma de presión política. Con este anuncio, difundido en una carta pública y dirigido al primer ministro canadiense Mark Carney, Trump confirma su disposición a llevar la diplomacia internacional al terreno del castigo económico unilateral, bajo la premisa de proteger los intereses de Estados Unidos frente a lo que califica como políticas “hostiles” de sus socios.
Lejos de una acción aislada, este movimiento debe leerse como parte de una estrategia más amplia que Trump ha venido desplegando contra múltiples países —México, China y ahora Canadá – , bajo el argumento de amenazas a la seguridad nacional o desequilibrios comerciales. En esta ocasión, el detonante declarado es la supuesta inacción canadiense ante el tráfico de fentanilo y sus medidas de represalia frente a los aranceles impuestos por Washington en febrero. No obstante, el verdadero trasfondo parece ser electoral y busca proyectar una imagen de fuerza y nacionalismo económico ante sus bases, a costa de deteriorar relaciones históricamente sólidas.
Canadá ha optado por mantener las “complicadas negociaciones” con una mezcla de firmeza y contención diplomática. El tono conciliador de Carney contrasta con la retórica beligerante de Trump, que no solo acusa, sino que condiciona. La amenaza de incrementar aún más el gravamen si Canadá decide responder, o de eliminarlo si las empresas se trasladan a Estados Unidos, es una forma a todas luces de chantaje económico.
Trump acusa a Canadá de ser “un país con el que es muy difícil comerciar”, citando aranceles a la leche y barreras no arancelarias. Sin embargo, omite el complejo entramado de acuerdos que rigen el comercio entre ambos países y que han sido producto de décadas de negociación. Su amenaza de castigar a las tecnológicas canadienses por impuestos digitales a empresas estadounidenses no es más que otro frente en su guerra comercial proteccionista.
Este nuevo episodio confirma que para Trump los aranceles son una herramienta de intimidación, no de negociación. Su objetivo no es lograr acuerdos más justos, sino doblegar a sus contrapartes. La diplomacia del arancel es una señal alarmante de cómo el populismo económico puede poner en riesgo alianzas estratégicas y, en última instancia, la estabilidad del comercio.
Canadá ha respondido con prudencia, sin ceder a la presión ni cerrar la puerta al diálogo. La comunidad internacional observa con atención, porque lo que está en juego no es solo una disputa bilateral, sino las reglas del juego global.